Mi Karategi y Yo

Guillermo Laich
06/03/2014 18:04

El karategi era yo, y yo era el karategi. Me definía como instructor de kárate y como persona, y me sentaba tan bien que en ocasiones pensé que era mi segunda piel. Había utilizado el karategi para impartir dos o tres clases al día durante muchos años, y en algunas zonas se había desgastado. Pero paradójicamente, y cuanto mayor era su desgaste, mejor me sentía al usarlo, mejor me veían mis alumnos, y mejor ejecutaba las técnicas.

Cuando entraba al dojo lo lucía con el mismo orgullo y honor que un matador luce su traje de luces y su rojo y esplendido capote en el ruedo, o con la misma alegría que un boxeador luce su cinturón de campeón. Pero por otro lado, también lo llevaba con la sencillez y la humildad con la cual un monje Zen lleva su típico hábito gris-claro al simbolizar la insondable profundidad humana, filosófica, y espiritual que lo caracteriza.

Jamás olvidaré la felicidad que sentí al lucir ese karategi en la habitación del hospital, y tampoco olvidaré la profunda sensación de alivio que sentí cuando decidí quitármelo. Pero debo admitir que me estoy adelantando un poco a mi historia, la cual comienza pocos días antes, con un desafortunado accidente.
 

El reloj marcaba las ocho de la mañana. Había comenzado a caer una fuerte lluvia sobre la carretera que nos conducía al dojo donde debía impartir un curso de kárate de dos días de duración. Mi colaborador y yo nos metimos en el coche que nos llevaba al dojo. Nos esperaban dos días completos, cada uno con seis horas de clases prácticas y teóricas. No obstante, y a pesar de la lluvia y la poca visibilidad, en el interior del coche comenzó a crearse un distendido ambiente de chistes y bromas entre los dos. El conductor, un segundo Dan muy competente, comenzó a contar un chiste detrás del otro como una ametralladora.

Después de un chiste comenzó a reírse de tal manera que uno de sus pies piso el freno bruscamente y los neumáticos del furgón perdieron adherencia con la carretera. A partir de ahí comenzamos a girar en trompos sucesivos. Continuamos deslizándonos fuera de control sobre la carretera mojada, nos saltamos una valla, y acabamos en dirección a un desnivel en el costado derecho de la carretera. Todo finalizo en un impacto frontal contra un árbol al fondo del desnivel.

Gritos, gemidos, algunas palabras malsonantes … y finalmente … silencio. En lo que me pareció una eternidad comenzamos a escuchar las sirenas de un coche de policía y una ambulancia. Los dos viajábamos con nuestros karategis blancos puestos, unas zapatillas, y una gruesa chaqueta oscura que nos mantenía el torso abrigado. El resultado fue deprimente, varios cardenales y una leve conmoción cerebral para mí, y los huesos nasales fracturados para el conductor.

Fuimos trasladados a un pequeño hospital en un pequeño pueblo. Recuerdo haber perdido la consciencia unos momentos mientras esperaba mi turno en la sala de rayos. Un poco más tarde abrí los ojos y me encontré de espaldas sobre una cama, mirando el techo, y mis muñecas sujetas por cuerdas al costado de la cama en una sala de traumatología. También me habían colocado una línea intravenosa en el brazo izquierdo.

Una enfermera se acerco a la puerta de la habitación y pregunto: ¿Ya despertó el señor del karategi blanco? A duras penas asentí con la cabeza y respondí que si. Luego entraron dos enfermeras que me tomaron la temperatura y la tensión arterial, y realizaron algunas pruebas para evaluar mi estado de consciencia.

“Enhorabuena karategi blanco, parece ser que usted ha sido el más afortunado de los dos. A su compañero le están interviniendo para reducir su fractura nasal. Usted no tiene fracturas, pero ha sufrido una leve conmoción cerebral y varias contusiones. Lo tendremos bajo observación y pienso que podrá marcharse a su casa en unos cuantos días. Le quitaremos su karategi y le daremos un pijama color verde en cuanto retiremos la línea intravenosa.”

En la sala donde estaba ingresado había tres ocupantes más que habían sufrido accidentes diversos. El primero era un alcohólico que tropezó y se cayo de cabeza por las escaleras de su casa, el segundo era un indigente a quien le habían dado una paliza, y el tercero era un conserje que se había fracturado el tobillo izquierdo jugando al futbol. Era obvio que todos eran personas toscas y de humilde educación. Pues bien, estos eran los compañeros con los cuales tendría que convivir durante unos días.

“Oiga, karategi blanco, ¿tiene hambre?, exclamo una enfermera. Me gustaría que probase un poco de esta sopa de verduras que esta muy rica. Recuerde que perdió la consciencia y que debe esforzarse por mantenerse despierto. Debe intentar mantener los ojos abiertos y su mente en estado de alerta. Quedarse dormido es un mal síntoma en su condición. Procure socializar y conversar con los demás pacientes ingresados en la sala. Si lo hace, en breve se pondrá bien.”

Pero por alguna misteriosa razón que en estos momento se me escapa, no encontraba nadie con quien hablar, ni tema alguno que tratar. Las enfermeras siempre estaban ocupadas por la falta de personal sanitario, y yo francamente no tenía nada en común con los que ocupaban las otras camas.

Recuerdo que los demás ingresados vestían unos pijamas color verde claro, pero yo no. Mi querido y tan curtido karategi blanco me separaba y distinguía claramente de los demás, y además sentía que me confería un rango especial de dignidad humana. El color blanco de mi karategi me convertía en un ser único y exclusivo en esa sala, y así me sentía. Era como aclamar: “Soy distinto a vosotros y no pertenezco a vuestro grupo.” Curiosamente, mi exaltado y gravemente distorsionado sentido de la individualidad había sobrevivido a los pormenores del accidente. Estaba claro que para todos ellos yo era, “El tío del karategi blanco” y no simplemente, “un paciente mas con pijama verde.”

Me consta que eran conscientes de la diferencia que existía entre ellos y yo. No me molestaban, nadie me hablaba, nadie me irritaba, nadie insistía en compartir el periódico, o la comida sobrante, o sea lo que sea. Incluso evitaban todo contacto visual. En esos momentos yo era una persona defendida y cerrada en mi mismo, estaba física y mentalmente lejos y aparte del resto, y en consecuencia permitían que viva mi vida encerrado en mi propio mundo a la vez que  me dejaban perfectamente en paz.

Mi kararegi blanco era capaz de lograr ese curioso y poderoso efecto aislante. En realidad creaba una especie de muro o bien una barrera sólida e infranqueable. Se asemejaba a un sistema de castas instantáneo donde el color blanco representaba una especie de isla de honor y dignidad humana ubicada en un mar de mediocridad y ordinariez color verde claro. Es mas, cada minuto que pasaba me sorprendía de lo bien que funcionaba.

Pasé los siguientes días disfrutando de la ilusoria sensación de exclusividad y poder que se deriva cuando uno, lastimosamente, se considera especial, distinto, y superior a los demás. Es mas, con el transcurso de los días fui madurando y tomando conciencia de que esa sensación que experimentaba era desagradable y que cada día se tornaba mas desagradable y dolorosa. Comenzaba a percibir una profunda sensación de soledad, de marginación, de aislamiento, y de malestar en la relación conmigo mismo. De repente sentí como desde lo mas profundo de mi ser comenzaba a surgir el deseo de despojarme del karategi.

Anteriormente, cuando la enfermera quitó la línea de mi brazo, le pedí que no me quitase el karategi porque aun sentía molestias en mi zona cervical y lumbar, y no quería que los síntomas empeorasen. Pero ahora, en este mismo momento, quería quitármelo inmediatamente y a expensas de la molestia o el dolor que sea.

Debido a los dolores que sentía, tardé exactamente dos minutos en despojarme del karategi. Solo un minuto o dos después de haberlo hecho, el señor – si, he dicho Señor - de la cama adyacente me lanzó una revista de deportes así como la ultima edición del periódico local: “¿Qué piensa del desempleo y la subida de precios en España? ¡Vaya incompetentes tenemos por dirigentes!” Me dijo, mirándome a los ojos, en voz alta, pero con respeto y cariño.

Luego, sucesivamente, uno por uno de los demás “colegas” se fueron acercando a mi cama para desearme una rápida recuperación y ayudarme en todo lo que pudieran. Uno de ellos me regalo unos sobres de sacarina ya que sabia que siempre pedía unos sobres adicionales para mi café de desayuno a la enfermera. Otro me contó un chiste cómico referente a la enfermera supervisora que estaba muy gorda. Otro me contó tres o cuatro chistes de Lepe tan cómicos que me hicieron reír a carcajadas. Y así, de esa manera tan simple y tan espontánea, nos convertimos en una unidad de verdaderos y auténticos compañeros.

Por mi parte, les conté todos los detalles del accidente, y también relaté algún que otro chiste referente a mi reprochable actitud separatista durante los días anteriores. Nos reímos juntos y nos dábamos abrazos y palmadas en las espaldas como verdaderos amigos. Sin duda alguna, compartimos momentos de una camaradería y felicidad inolvidable. Jugamos a las cartas y criticamos a los cocineros por servirnos caldos de bodrio y platos con comida sin sal tan horribles e insulsos. Mi sensación de felicidad interior era de tal magnitud que deseaba permanecer ingresado algunos días adicionales.

“Vaya colega has resultado ser Tío Grande, ya decía yo que tu eras una persona guay, y uno más de nuestra peña. Solo por ser un poco más joven, rubio, alto, y fuerte que el resto de nosotros no es razón para no ser amigos y disfrutar de la vida juntos.” Y luego risas, palmadas en la espalda, y más risas - pero más que todo – honestidad, autenticidad, humildad, aceptación, y proximidad. Todo lo que mis maestros, y los largos años de practicar el kárate me habían enseñado, y que por alguna misteriosa razón - o sinrazón - había perdido durante unos días.

“Gracias estimados señores, vamos a ser muy buenos amigos de ahora en adelante,” respondí, sintiendo el profundo orgullo que se siente al haber sido reconocido y aceptado, de haber aprobado con creces la prueba de olfato de la amistad, de ser parte integrante de un grupo de seres tan humanos e imperfectos como yo, de no sentirme como un forastero auto-marginado y solo.

Pero, de verdad, ¿que había sucedido en esa sala, con esas cinco personas, con mi karategi, y conmigo mismo?

La breve historia que acaban de leer ofrece la posibilidad de comprender una serie de principios psicológicos básicos que nos definen como seres humanos y nos permiten vivir en sociedad con los demás. Principios, todos ellos, que yo mismo había violado durante mi breve estancia en el hospital. Esos siete principios son los siguientes:

En primer lugar, percepción es realidad, y por lo tanto todas las realidades humanas son parciales. Nuestra percepción de los demás siempre está influenciada por nuestros prejuicios, estereotipos, y por el proceso de querer etiquetar a los demás rápida y alegremente, y sin ejercer un criterio evaluativo adecuado y bien fundamentado. Todos tendemos a asociar nuestras nuevas experiencias a nuestro repertorio ya formado, y erramos en nuestras valoraciones y apreciaciones una y otra vez.

En segundo lugar, los humanos no somos totalmente de una pieza, y tenemos tendencia a jugar y representar múltiples y muy distintos papeles y roles en presencia de los demás. En consecuencia, y en función de un ego hipertrofiado o mal colocado, muchas veces nos equivocamos sin darnos cuenta. Por lo general, los seres humanos somos muy parecidos a los cuadros impresionistas. A cierta distancia, cada uno de nosotros parece hecho "de una pieza"; pero al acercarnos y disminuir la distancia, es evidente que estamos compuestos por un complejo y desconcertante entramado de pensamientos y miedos irracionales, sistemas defensivos incoherentes, estados de animo vulnerables e inestables, conflictos de diversa índole, cogniciones distorsionadas, comportamientos moralmente cuestionables, confusión existencial, e intenciones equivocadas.

En tercer lugar, nuestro comportamiento tiende a adaptarse a las normas sociales según lo que se considera apropiado y aceptable en un lugar y situación determinados. Las presiones que ejerce la sociedad sobre los individuos para que comulguen con las normas establecidas son muy potentes. Hablando metafóricamente, “no es posible ser un pepinillo dulce en un barril de pepinillos agrios.” De hecho, aun me estoy preguntando el verdadero motivo por el cual – muy equivocadamente - me comporte durante unos días como un pepinillo agrio en una sala llena de pepinillos dulces.

En cuarto lugar, a menudo algunas de nuestras actitudes descontroladas e impulsivas conducen e impulsan nuestros comportamientos en una dirección determinada menos adaptativa y/o nos alejan de otras direcciones más convenientes.

En quinto lugar, y complementando el ejemplo del barril de pepinillos previamente mencionado, el peso social del grupo suele ejercer una fuerza muy poderosa sobre el individuo, con la finalidad de lograr controlarlo e inducir su obediencia y conformidad.

En sexto lugar, por lo general los seres humanos tendemos a afiliarnos a sociedades en lugar de lanzarnos solos a la aventura, cosa que hacemos por muchas razones, pero esencialmente para poder sobrevivir. Ninguna persona es una isla, y por mas solitarios que aparentemos ser, todos necesitamos querer y que los demás nos acepten y quieran. Así ha sido durante millones de años y está claro que no se puede pretender comprender y dominar el presente sin comprender y dominar antes el pasado.

En séptimo lugar, la agrupación y organización de los seres humanos en grupos y sociedades es esencial para la supervivencia del individuo, del grupo, y también para perpetuar la especie.

Con respecto al relato que forma el cuerpo de este artículo, debo confesar que me equivoqué. Me equivoqué rotundamente por todo lo alto, y además violando todas las leyes y normas que rigen el comportamiento social humano. Por todo ello, humildemente pido perdón. Curiosamente, fue mi tan querido y usado karategi – mi segunda piel - quien me enseñó el autentico significado del aislamiento, la soledad, la comprensión, la aceptación, la tolerancia, y el calor humano.

Gracias a la severa y contundente lección de humildad que recibí de mi karategi, considero que he logrado dar un importante paso hacia la madurez, la sencillez, la aceptación, y la tolerancia. Ahora no solo comprendo mejor a las demás personas, si no que también me comprendo mejor a mi mismo. 

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