El karategi era yo, y yo era el karategi. Me definía como instructor de kárate y como persona, y me sentaba tan bien que en ocasiones pensé que era mi segunda piel. Había utilizado el karategi para impartir dos o tres clases al día durante muchos años, y en algunas zonas se había desgastado. Pero paradójicamente, y cuanto mayor era su desgaste, mejor me sentía al usarlo, mejor me veían mis alumnos, y mejor ejecutaba las técnicas.
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